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La artista Ana Catalina Díaz se refiere a las piezas que integran esta exposición como objetos que “no son la acción en sí misma, no son el lugar, no están cumpliendo una función”. Para ella actúan como aquello “que inútilmente busca captar una utopía.” Antenas.
Una: martillo con pincel en el extremo de su mango. Objeto que decora y golpea. Un aparato hermenéutico: podría pintar cosas que cuelguen de una puntilla que quizá clavará. La promesa de una utopía. O, siguiendo a Díaz, la intención de captarla previendo sus resultados. ¿Qué sucede a una utopía cuando se materializa? “Hay que defenderla”, dicen sus promotores al principio. Y después complementan, asesinando: “a cualquier precio”.
En este montaje Hernández Mellizo también amplió la pregunta que ha venido haciendo sobre el efecto público de su tarea como productor. Es decir, lo que en Archivos, inventarios, ensayos y notas sobre la pintura giraba en torno a la preocupación por la trayectoria individual en el campo del arte (el trabajo, la venta de obra), ahora se contrasta con un examen del ejercicio de la pintura en la calle (la disuasión a través de los mensajes pintados, el control del comportamiento). Su autor dejó de mirar el archivo reunido en su estudio y salió a buscar el que hay fuera. Lo que en la muestra anterior se adivinaba con la grabación de audio de una misa dedicada a los artistas, aquí se amplió con una imagen de artistas sosteniendo un larguísimo banner en una tarde lluviosa.
Y para hacerlo modificó su metodología. Incrementó la recopilación fotográfica. Diseñó estrategias de intervención que se relacionaran con aquello que iba encontrando y variaban según el país donde las realizaba. Así mismo, trabajó alrededor de otros asuntos: los efectos de la práctica pictórica redundante (el graffiti que prohibía pintar graffitis repintado por él, pintor); la pintura como advertencia (una larga tira de lienzo pintada como cinta de demarcación); la pintura como catalizador (el video del montaje de una pancarta durante la celebración del Día del trabajo en Buenos Aires, el aviso enorme que pintó para fotografiar en la plaza principal de Bogotá).
Así mismo, al contrastar a esas dos ciudades latinoamericanas, nos enseña a entender cómo se pinta en público en cada una de ellas. Para el contexto colombiano, la calle es el lugar donde ella se emplea de manera oficial. Lo que, traducido a lenguaje real, significa que se pinta en la calle con autorización del dueño del lugar escogido, so pena de morir “accidentalmente” (¿alguien dijo Diego Felipe Becerra?). Quizá en otras ciudades funcione igual, pero el nivel de las agresiones no ha sido tan grande –o tan publicitado, puede que sea por que no cuentan con un gremio periodístico tan juicioso.
En el caso de las movilizaciones del primero de mayo, hacer un video similar sería imposible en nuestro contexto. Obvio que aquí se hacen pancartas pero, ¿que la gente se tome tanto tiempo para montarlas en los escenarios públicos de las ciudades colombianas? Por supuesto que no. Quizá sea porque no gustan de esos dispositivos de publicidad. O puede que sea por la destreza que han adquirido en poner carteles grandes y saber cuándo salir corriendo por sus vidas. Sí, aquí el primero de mayo se conmemora con manifestaciones criminalizadas, fachadas cubiertas de madera aglomerada y pavor y odio de clase. En otros países es motivo de celebración. Quién lo creyera.
Sin embargo, la hipótesis final de Mellizo no es un asunto político. O quizá sí. No sé. Parece un cuestionario que sólo podrá responder quien haga historia de arte en el futuro: “¿se producían tipos diferentes de pintura según el contexto ideológico donde vivían quienes pintaban a comienzos de la segunda década del siglo XXI en Latinoamérica? (¿no que las ferias lo habían homogenizado todo?)”
Y ojalá las respuestas que se den no dependan de clasificaciones de género acuñadas para otros países. Es decir, que quien haga historia de arte en el futuro se haya vacunado contra la tontería de repetir el canon. Pero, no hay problema. Eso no sucederá. Sí, es ciencia ficción.