En la producción de Hernández Mellizo prevalece una constante lucidez alrededor del hecho que el contexto en que se inserta una imagen determina la gama de significados que ésta puede llegar a adquirir. Las fotografías incluidas en un catálogo de una tienda no plantean ninguna pregunta, sino que se construyen como un anhelo que, como observadores, recibimos pasivamente: los espacios luminosos nos invitan a ocuparlos, los objetos relucientes a comprarlos. La imagen publicitaria nos promete felicidad a partir de un acto tan sencillo como el de la adquisición, nos convence que seremos exitosos si tenemos un apartamento de paredes color ‘Ponche cítrico’ o ‘Pétalos de primavera’, si nos sentamos en una poltrona a la que le hagan juego las lámparas y el perro. Son imágenes cuidadosamente construidas, cargadas de un fuerte sentido escenográfico que nos invitan a convertirnos en sus protagonistas.
En Economía de los colores, el artista se apropia de esas fotografías publicitarias y, con paciencia, traduce al óleo las escenas falsamente cotidianas. Cuando estas imágenes atraviesan una transformación material —cuando pasan de lo digital a lo análogo, de la foto de estudio al bodegón en el lienzo— pierden su valor aspiracional: el glamour y el estatus que promete el consumo se revela ilusorio. Al ser privados de color, esos espacios originalmente tan seductores a la mirada se convierten en escenarios que ya no invitan a ser habitados; parecen, en cambio, remitir a la presencia de un ser humano que ya no está, o tal vez nunca estuvo. Una silla vacía, un marco sin lienzo, una mascota sin dueño —cada elemento pierde su rol dentro del ciclo de consumo donde se concibió originalmente. Paradójicamente, es ahí cuando entran a un nuevo ciclo: el del mercado del arte, donde se convierten en nuevos objetos de deseo que prometen estatus a su comprador. En este caso, es el artista quien ofrece al público su propio catálogo de lienzos destinados a ser colgados sobre esas paredes ‘Rosa discreto’ dentro de casas luminosas, limpias —como sacadas de catálogo.
Una última pregunta parece subyacer a la muestra: ¿hasta qué punto los objetos que compramos, los espacios que habitamos, la comida que consumimos, son un reflejo de quienes somos como individuos, o como sociedad? ¿Qué dirían de nosotros, en un futuro, si sólo quedaran revistas de diseño de interiores, catálogos de objetos para el hogar o fotografías de alacenas rebosantes de comida empacada, enlatada y patentada? Se cuestiona el rol que cumple el artista en estas dinámicas de producción de mercancía, de embellecimiento de la realidad y de consolidación de modelos aspiracionales: él, como un trabajador más, ofrece un servicio y un producto que libera para que las fuerzas del mercado hagan con éste lo que les plazca.
Nicole Cartier